Había llegado en horas de la noche al hostal.
Pero aún había sol.
Día caluroso, con humedad que permitió que mi ropa, mis sandalias y mi querida mochila se fusionaran con la piel de mi cuerpo en una danza no tan sensual de transpiración continua.
Gajes de los viajes a pie. ¿Qué les diré…?
Algunos minutos antes, había hecho un nuevo amigo. De esos que se reconocen al momento, sobre todo por la empatía instantánea que produce encontrar a otro viajero solitario cuando se viaja solo. También con sandalias y ropa y mochila adheridas a su cuerpo transpirado y con varios días sin afeitar. Como dije, amistad y empatía instantánea. Nos encontramos en un callejón peatonal entre gradas. Ambos buscando el mismo hostal. Ambos medio perdidos. Luego de encontrar el hostal y registrarnos en recepción quedamos en vernos en la entrada para buscar dónde cenar en un par de horas luego de instalarnos y darnos un urgente baño. Se llamaba Markus. De Austria.
Era viernes.
Llegue a mi habitación. Eran habitaciones compartidas. La simpática, agradable y atractiva recepcionista portuguesa me dijo que mi compañero de cuarto había salido de viaje por unos días, pero que sus cosas estaban sobre su cama. Regresaría en un rato con un tour del hostal o algo así. Tudo bem, le dije en un portugués forzado pero con intenciones amables para aquella portuguesa de pelo rubio, piel morena y sonrisa encantadora.
A cada minuto el acento e idioma portugués me seducían más. Quizá de las lenguas latinas el francés sea el idioma que suena más romántico. Pero ese día descubrí que el portugués es sin duda el más sensual, combinado con una dosis perfecta de dulzura. Recuerdo que pregunté todo lo que pude a aquella recepcionista portuguesa, en español, sólo para deleitarme con su acento portugués.
Me ubiqué en la habitación.
Tenía balcón.
Ahora estaba al lado del mar.
Donde terminaba Europa.
A pocos metros de la desembocadura del río Tajo.
En donde desemboca tantísimo más que el agua de un río.
Al salir al balcón, me encontré con un huésped vecino, en el balcón de la habitación contigua. Luego salió a ese balcón Markus. Nos presentó. Era Brian, de Canadá. Quedamos en alistarnos para ir a cenar y ver si encontrábamos algún lugar para pasar un buen rato aquel viernes por la noche. Los tres habíamos llegado ese día a Lisboa.
Al salir de la ducha, me encontré con David. Mi compañero de habitación. Era brasileño. De personalidad sumamente alegre y extrovertida. Me dijo que estaba exhausto, pero que había decidido regresar ese día a Lisboa única y exclusivamente para ir a un evento de una discoteca. Era la mejor a la que había ido en su vida, decía. Y que había ido a muchas discotecas, en muchas ciudades. Decía. Entusiasmado.
Le conté nuestros planes de ir a comer algo con Markus y Brian. Dijo que agradecía la invitación pero que haría una siesta, y que si nos interesaba, podíamos irnos juntos a la discoteca cuando regresáramos de cenar. Le dije que le preguntaría a los otros.
Me encontré con Markus y Brian. Les comenté de la sugerencia de David para aquella jornada nocturna. Ambos se entusiasmaron tanto, que habrían podido dejar de cenar y dirigirse directo a la discoteca. Pero les dije que David haría siesta, y que la acción en la disco empezaba hasta varias horas más tarde. Salimos a caminar. Caminamos por algunas plazas, vimos despedirse a los tranvías de su jornada laboral. Caminábamos en silencio. Entre la timidez, el cansancio y la satisfacción de estar viajando lejos de casa, nuestro silencio pudo más en aquel rato. Cenamos. Y regresamos al hostal.
David estaba listo, esperándonos. Se había transformado en aquellas horas. Nos presentamos los cuatro. Fuimos a cambiarnos de atuendos luego de ver a David tan emperifollado y nos volvimos a encontrar en la entrada minutos después.
Y así, salimos los cuatro nuevos amigos hacia aquella tierra prometida.
En taxi.
El taxista no hablaba inglés.
Hablamos en portu-ñol.
Ni Markus ni Brian hablaban portugués o español, así que David lideraba la expedición por dominar el idioma local, y yo era el copiloto por entender suficiente desde el español.
Lisboa era hermosa.
Perfectamente iluminada de noche.
Pero tanto de noche como de día, si tuviera que describirla en una palabra, usaría “blanca”.
Una perla blanca a la orilla de un mar profundamente azul que conocería en las próximas horas.
Llegamos.
Había fila. Larga. Pagamos. Entramos.
Había una escalera hacia abajo y otra hacia arriba. Fuimos hacia abajo.
Seguíamos a David, como el conocedor del grupo.
Las escaleras, que además de que cada grada era considerablemente alta, no terminaban nunca. Y con la multitud aquel descenso se sentía magnificado. Bajábamos. Y bajábamos gradas. La entrada quedó atrás, como un recuerdo lejano, con su fila y con sus guardias y con sus despampanantes edecanes portuguesas y con su iluminación y con su música. Estábamos adentro. Bien adentro…
…entramos a otra dimensión.
Nunca antes había sentido de manera tan evidente el ingresar a un ambiente con su propia fuerza, con su propia energía, con su propia vida. Nunca antes. Mis sentidos empezaron a registrar aquel fenómeno, con música a todo volumen. Pero en esta dimensión aquel volumen intenso era dulce. Necesario. Preciso. Era como si la música me tocara. Se deslizaba sobre mi piel.
No soy fan de las multitudes. En lo absoluto. Y frente a mí tenía a la mayor cantidad de cuerpos que habría visto moviéndose con la música, en un palpitar hipnótico. Habían luces. Había humo. Había sudor. Había fuerza. Había pasión. Había vida.
La música me hacía escuchar mi interior. Sentía mi corazón. Sentía mi respiración. Sentía la sangre por mis venas. Sentía el palpitar de la música. Desde adentro. En lo que parecía un desdoblamiento, la música se apoderó de mí, me veía como testigo y protagonista al mismo tiempo. Una abstracción pura. Una presencia total.
Llegó David, con cuatro shots. Brindamos y engullimos.
Conversábamos. Preguntábamos. Estábamos fascinados. Como niños incrédulos en la fábrica de chocolate. Aunque aún tímidos, bailábamos involuntariamente, inevitablemente, irresistiblemente, mientras la música y aquel lugar obraban una peculiar alquimia en nuestras almas. Brian fue por la segunda ronda. Luego Markus. Y luego yo.
Dejamos de hablar. Bailábamos en medio de aquella masa interminable de cuerpos que parecían haber sido olvidados por sus dueños, mientras se movían, cada uno en su versión perfecta del ritmo, de manera sincronizada. Era sublime.
No sé cuando dejé de ver a mis amigos. Y no sé en qué momento mi cuerpo tomó vida propia, anulando y aniquilando cualquier rastro de pensamientos racionales. El movimiento era el idioma en aquella dimensión. Llegó una chica de ojos claros, profundos, frente a mí. Pelo suelto. Negro. Pecas. Me tomó de la mano y me llevó hasta el centro de aquel salón, que por absurdo que parezca, el centro estaba en todas partes. Me soltó la mano y la vi levantar vuelo con sus movimientos, confiando en la música con entrega absoluta.
Me veía fijamente. Obedecía su mirada. Puso su mano sobre mi mejilla derecha. Sonrió. Y con sus dedos, deslizándolos delicadamente sobre mis párpados, cerró mis ojos. Me tomó la mano de nuevo. Y bailamos. Con los ojos cerrados. Perdiendo todas las nociones posibles, empecé a volar yo también. Con los ojos cerrados. Con alas que la música gentilmente me obsequiaba.
No quería volver a abrir los ojos nunca. No quería dejar de volar. No quería dejar de sentir. No podía dejar de bailar. La música y yo nos volvimos uno. Cada cuerpo de aquel lugar hacían un solo cuerpo. Fusionado con la música. Era la ilustración perfecta de la unidad. Haciéndose presente en aquel improbable templo.
Permanecí en un lapso sin tiempo, sin sensaciones y sin percepciones, pero al mismo tiempo sintiéndolo todo y percibiéndolo todo. Aquella danza armónica masiva se convirtió en un acto poético vivo. Un momento místico. Un instante sagrado. Mientras cada átomo de mi cuerpo se sentía conectado y vacío.
Y como una curiosa broma del destino, empezó a sonar “God is a DJ”, de Faithless…
En aquellos días creía ser ateo.
Pero ahora veo y entiendo cómo Dios tiene maneras tan misteriosas de establecer contacto.
Aquel baile fue una.
El trance duró quien sabe cuanto, no sé que pasó con mis amigos ni con aquella musa perfecta que me sacó a bailar. Pero nada de eso importaba.
Había bailado.
Desde el alma. Con el alma. Para el alma.
Y eso, era suficiente.
Empecé a despertar. A regresar de aquel viaje interno hacia la música. Caminaba.
Encontré las gradas hacia arriba. Subía. Y subía. Y seguía subiendo.
Al llegar a la entrada tomé la escalera que iba hacia arriba.
Y seguí subiendo.
Llegué a una terraza inmensa, reflejo del sótano inferior que me había tragado durante la noche. Amanecía. Era un paisaje perfecto. Mar, Lisboa, Sol, Luna. Los cuatro saludándose y despidiéndose, los cuatro convergiendo en aquella desembocadura, los cuatro agradecidos de haber sido invitados a la fiesta.
Desde un balcón suspiraba, profundamente, sabiendo que algo se había movido en lo más profundo de mi espíritu. Sin palabras, empecé a caminar. Salí de la discoteca. Caminaba al lado del agua, hasta llegar a un monumento que captó mi atención. Era el monumento a los Descubridores.
Me sentí profundamente identificado. Respiré.
Al sentir sueño, sentí en el bolsillo de mi pantalón un pedacito de papel, grueso. Lo saqué. Era el ticket de entrada a la discoteca.
Se llamaba LUX.