Habíamos llegado al parque Quinta Normal después de un sábado bastante activo en Santiago, y luego de conocer varios sectores y reliquias arquitectónicas del barrio Yungay. Los desvelos, las maravillosas e interminables caminatas de la semana, las largas horas en autopista y el calor cálidamente seco del verano Santiaguino me hicieron sentir el cansancio acumulado y profundo del viaje.
El gratificante y delicioso agotamiento de los viajes verdaderos.
Pero agotamiento al fin y al cabo.
Nos sentamos en una banca de madera, luego de observar familias pedalear en los botecitos sobre una pequeña laguna artificial. Al lado de la banca pasaban niños en una especie de carritos-bicicleta, haciendo carreras entre ellos.
Minutos después pasaría una familia en uno de estos carritos-bicicleta, obviamente más grande, en lo que parecía una especie de tronco-móvil moderno con pedales, adaptado de los mismísimos picapiedra. Iban tres adultos, una señora adelante, al lado de un señor de canas y bigote y otro señor en el asiento trasero. Los tres vestían una auténtica sonrisa, que se escapaba por sus ojos, pareciendo estar pedaleando sobre la felicidad misma.
Sonreímos.
Pasamos bastantes minutos en aquella banca, en silencio, sintiendo como se acercaba el atardecer capitalino, en medio de los árboles de aquel parque, museos ya cerrados y una considerable gama de personajes urbanos -endémicos a los parques de los barrios históricos de cualquier ciudad latinoamericana.
Llegó el momento de seguir caminando.
Rodeamos otro sector del parque, observando que frente al Museo de Ciencia y Tecnología sucedía un espectáculo callejero.
Había una especie de payaso, vistiendo una gabardina negra que cubría todo su cuerpo, sin maquillaje de payaso, pero sí con nariz redonda y botas inmensas de payaso. También negras. Tenía una peluca que simulaba una cabeza calva, con pelo de la mitad de la cabeza para abajo. Y esa sección de la peluca tenía pelo largo. Aunque la decadente peluca era obvia, también parecía encajarle de manera muy natural con el resto de su apariencia. Era argentino.
En el espectáculo lo acompañaba una chica, con falda negra y larga. Botas rojas de tamaño normal. Blusa blanca de botones y manga larga. Lentes gruesos. Pecas dibujadas en sus mejillas. La apariencia daba un aire a la Chilindrina de Chespirito. Chilena.
Involuntariamente y sin ofrecer resistencia, nos habíamos unido a aquel público improvisado. Un público que aunque parecía satisfecho con el espectáculo, también parecía intrigado y exigente hacia lo que habría de seguir a cada momento.
A ratos usaban un monociclo, por momentos hacían malabares con pelotas. Por momentos fingían caídas exageradamente falsas que hacían reír a los más pequeños en la audiencia. Usaban un tambor para motivar al público a que creara un ritmo colectivo con las palmas. En algún momento de los aplausos, el payaso se quitó la gabardina, con movimientos torpemente sensuales, tratando de imitar la gracia de una bailarina. Claramente sin éxito.
Ella y yo estábamos misteriosamente cautivados por aquel espectáculo.
Éramos dos intrusos en aquella escena, dos espectadores sin boleto de acceso en aquel parque, pero por suerte en este tipo de eventos los protocolos como los boletos de acceso no existen.
Anticipando su reacción, empecé a aplaudir, siguiendo al público.
Inmediatamente se volteó hacia mí, con una sonrisa de sorpresa sincera, pero con una mirada que contenía esas sutiles trazas de vergüenza ajena que me pedían que por favor dejara de aplaudir con absoluta ternura -y que solamente me motivaban a hacerlo más fuerte, también con ternura.
Ella, anticipando mi falta de colaboración, se acercó más, extendió sus brazos desde mi costado izquierdo, rodeándome con ellos e inmovilizando los míos, en una sutil camisa de fuerza humana. Los brazos de ella cariñosamente me impedían aplaudir.
El payaso seguía marcando el ritmo con su tambor. Seguían las palmas del público. Seguían los bailes absurdos de aquellos peculiares animadores callejeros. Y nosotros seguíamos misteriosamente absortos sin poder dejar de verlos.
El payaso empezó a jugar con un yoyo chino.
Era muy hábil.
Los brazos de ella seguían rodeándome, pero gradualmente fueron reduciendo su tensión hasta convertirse en una posición de abrazo. Recostó su cabeza sobre mi hombro izquierdo. Sus manos entrelazadas y apoyadas sobre mi hombro derecho. Un abrazo involuntario y accidental.
Seguimos viendo el show.
El payaso hizo una pausa para dar instrucciones. Le pedía al público que aplaudiera a cada uno de sus movimientos. Les pedía que se emocionaran con cada truco. Por mínimo que pareciera.
El público era condescendiente con él.
Luego de una serie de trucos menores, seguida de las respectivas rondas de aplausos, el payaso pronunció, en lo que fue un paréntesis al resto del espectáculo, una especie de discurso motivacional.
Le decía al público que en nuestras vidas, debíamos de aplaudir todas las cosas, por pequeñas que fueran, para que no olvidáramos las verdaderas bondades que se nos presentaban. Y así, cuando llegaran cosas “grandes” en la vida, BAM! -gritaba, abriendo y estirando sus brazos- las podremos valorar mejor -decía. No fue nada elocuente, pero su mensaje fue claro.
Ella seguía abrazándome.
Recostada sobre mi hombro.
Yo había recostado mi cabeza sobre la de ella, y nuestras miradas seguían perdidas en aquel espectáculo de la vida, frente a un público inigualable, en un momento que se tornaba cada vez más completo.
Por momentos algún niño muy pequeño para ser llamado niño, muy grande para ser llamado bebé, caminaba por el escenario de aquellos animadores, interrumpiendo el show. Con el talento y la sabiduría que seguramente les habrán dado los parques urbanos, ninguna intromisión en el escenario era desaprovechada para buscar nuevas sonrisas.
En otro momento, de en medio del público, sentado en el suelo, se levantó un tipo de pelo negro, zapatillas deportivas blancas y gastadas, pantalones de lona azul y camisa del mismo color que sus pantalones. Llevaba una caja blanca de duroport colgada desde su cuello a la altura de su cintura. Como si se le hubiera olvidado a lo largo del show, y con una evidente culpa y desgano, empezó a gritar sin convicción que vendía empanadas… “empanaitas, empanadas”-decía, en acento popular chileno.
Aquella escena urbana nos mantenía hipnotizados.
Sospecho que ella y yo empezamos a pensar lo mismo en aquellos momentos.
En cómo aquel público callejero dejaba todo de lado unos momentos para verdaderamente apreciar un espectáculo a todas luces pésimo, pero al mismo tiempo tan perfecto.
Cómo el pasarla bien tan sólo depende de nuestra disposición a reír un poco.
Ella y yo pensábamos en lo simple que puede ser la felicidad.
Pensábamos en que a pesar de haber tenido vidas tan privilegiadas en relación a todos los presentes a nuestro alrededor, la ausencia de tales privilegios no le restringen el acceso a las experiencias esenciales de la vida a nadie.
Pensábamos en cómo aquel inmigrante argentino se había convertido en un animador callejero.
En qué lo habrá motivado a dejar su patria.
Nos preguntábamos cómo se forma un animador callejero.
En la biografía que nos sería para siempre desconocida de aquellos dos personajes que parecían haber convertido de aquellos espectáculos callejeros su estilo y forma de vida.
Especulamos en cuántas empanadas tendría que vender aquel dulce tipo para que su día de trabajo resultara satisfactorio. En cómo gastaría sus modestas ganancias. De qué formas y colores serían los lujos en su vida.
Nos cuestionábamos que factor en el universo había definido que aquella tarde fuéramos dos espectadores intrusos en aquel parque y que aquella no fuese nuestra rutina recreativa de fin de semana.
Y de pronto, involuntaria e inevitablemente también, sé que dejamos de pensar.
El tiempo pareció detenerse.
El cansancio, las ideas, los prejuicios, los pensamientos, las palabras, las opiniones, desaparecieron, como si aquel inesperado espectáculo nos estuviera dando una curiosa lección de vida, una muestra de la plenitud de la existencia humana a través de dos humildes e inesperados interlocutores.
Nos conmovimos.
Y a cada respiro, y a cada nueva pirueta y respuesta emocionada del público nos conmovíamos más.
Y mientras nos conmovíamos, su abrazo, nuestras cabezas recostadas una sobre la otra, sentíamos la cercanía que solo se siente en el alma, olvidando por completo el pasado, las peculiares confusiones del presente o las inevitables incertidumbres de cualquier futuro.
Era un momento perfecto.
Traté de apreciarlo con cada célula de mi cuerpo.
Lo guardé en mi mente, lo registré en mi corazón.
Lo grabé con todos mis sentidos.
Seguíamos abrazados sin reparar en ello.
Absortos. Sumergidos. Conmovidos.
De pronto, en medio de nuestras conmovidas conciencias, en uno de los diálogos cómicos del show, el payaso le decía a su compañera “tranquila, que aquí nadie quiere ver sangreee”. En lo que habrá sido un nanosegundo entre aquella frase y la próxima, uno de los niños cercanos a los animadores, gritó sin tapujos, a todo pulmón y con una total espontaneidad: ¡Yo si quiero!
Creo que nadie más escuchó a aquel niño, pero a ella y a mí nos sacó una profunda y auténtica carcajada, que de manera perfecta también, rompió el hechizo de aquella escena, rompió aquel abrazo sincero y fue nuestra señal para seguir nuestro camino, no sin pasar varios minutos riendo ante el grito ignorado de aquel niño.
Retomamos la caminata, hacia un nuevo destino en el que también nos habríamos de sentir intrusos, aunque por motivos muy distintos. Caminábamos hacia la Peluquería Francesa, lugar en el que habría de saborear una de las mejores cenas de mi vida.
Aeropuerto de Lima, Perú
En tránsito de Chile a Guatemala
23 de Febrero de 2015