Imagino a Enrique, al llegar al cielo, totalmente desconcertado. Sobre todo porque al llegar, está vistiendo “su” traje de sacerdote, en una especie de sala de espera. En vida, había colgado el hábito hacía décadas. Se declaró ateo. Se casó. Estableció una familia. Por lo que la escena de estar en la mítica sala de espera celestial le parece un completo absurdo. Pero, Enrique, siendo Enrique, respira, observa la dinámica, y espera su turno. Pacientemente. Un impulso emocional lo hace pensar en quitarse aquel atuendo. ‘No corresponde’, piensa. ‘¡Es que es ridículo!’, sentencia mentalmente. Pero no tiene más ropa para ponerse. Y además, no está en su cuerpo físico. El atuendo no es de tela. Toda la escena, sucede en esos planos inmateriales en los que las identidades humanas bien pasarían por lo que comúnmente llamamos fantasmas. Hologramas, si lo prefieren. Pues a Enrique, no le queda más que esperar su turno para hablar con San Pedro. Vayan ustedes a saber. Todo un absurdo.
No recuerdo a ciencia cierta la primera vez que tuve una conversación con Enrique. Considerando el número de conversaciones que pude haber tenido con él, tuvimos pocas. La mayoría en el año 2002. Creo que en parte mi timidez, en parte mi incapacidad de comprender lo que ahora comprendo de la vida, en parte el profundo respeto que le tenía, determinó que no conversara más con Enrique. También es un hecho que lo ajeno que me parecía todo en él, superaba mi capacidad de comprensión, y, de alguna extraña manera, me intimidaba. Pero como todo lo que deja huella en la vida, la cantidad resulta irrelevante. La calidad, y en este caso, la cualidad de las conversaciones que tuve con Enrique me marcaron de maneras irreversibles.
Como típico joven capitalino, crecí y viví en una burbuja desconectada de la realidad histórica y social de Guatemala. Los frecuentes viajes de campo de mi carrera universitaria me permitieron conocer mejor el país. Ciertos catedráticos fueron determinantes en influenciar mis intereses. Y, de manera simultánea, diferentes personajes me permitieron conocer más de la historia. Personajes como Enrique Corral.
Según sigo imaginando, la fila en el panteón de San Pedro va avanzando y Enrique no termina de reconciliar el hecho que está ahí. Pero dado que está en una dimensión ajena al tiempo, que ya no hay nada más que hacer, que total, ya se murió, no le queda otra opción más que esperar. Poco a poco, la espera empieza a hacerse menos tediosa. Empieza a ver en el horizonte infinito destellos, colores y al parecer ángeles revoloteando a lo lejos. ‘Mira nada más’, piensa, con una admiración que nace de manera espontánea al apreciar el paisaje celestial. No analiza, sólo aprecia. Al igual que en la tierra, Enrique no puede permanecer molesto por más de unos instantes. Para luego perderse en la apreciación sincera de aquello que el destino ponga delante de sí. De pronto se pregunta si en aquel hábito de sacerdote, estará su cuaderno de notas que solía llevar cuando aún ejercía. Descubre felizmente que ahí está. Lo abre como un niño que encuentra un tesoro olvidado. No piensa en lo absurdo. No piensa en que ya no cree en nada de aquello. No piensa. Simplemente toma en sus manos aquella reliquia, y la nostalgia lo posee mientras lee. Extasiado en sus recuerdos. Observa su letra, tan cambiada desde entonces. Recuerda lo que se sentía ser tan ingenuo e inocente. Recuerda lo que era pensar bajo el prisma de la fe. Y también la manera en la que empezaba a cuestionarla frontalmente. A reconocerla como un gran absurdo. No piensa. Recuerda. Revive. Disfruta. Suspira.
Enrique -junto con su esposa, Laura- fue uno de los personajes que detonó el proceso de hacer estallar mi burbuja de ignorancia, indiferencia y apatía histórica, política y social acerca de Guatemala. Y esto sucedió más bien de manera casual. Sin ningún tipo de intención que pareciera premeditada, sin argumentos subidos de tono que cuestionaran todo lo que me habían enseñado a lo largo de mi vida. Nunca percibí, ni siquiera de manera sutil, que Enrique quisiera persuadirme de pensar de una manera u otra, de confrontar mi realidad, de tratar de corregir mi deplorable ignorancia.
Enrique era un personaje único entre los que había conocido en mi vida. Y no lo digo como adulación. Simplemente mostraba cualidades y aspectos que no había conocido en nadie hasta ese momento en mi vida. Y he de agregar que, desde entonces, he conocido únicamente a un par de personas más con cualidades similares. Había una especie de actitud, en su personalidad, en su tono, que era notablemente peculiar. Una actitud, además, vestida en una parquedad absoluta, en la sobriedad misma. No decía nunca más de lo necesario. Contemplaba la vida. Rumiaba la vida. Sin opinar demasiado. Con respeto, con plena reverencia.
Enrique era una especie de misterio andante para mí. No podía comprender qué era lo que hacía tan diferente a Enrique, y tampoco creo que yo mismo me percataba del todo de estas diferencias. Simplemente me parecía una persona curiosa. Disfrutaba sus conversaciones, agradecía las invitaciones a eventos y conversatorios que me hacía, tomaba la mayoría de sus recomendaciones de lectura y disfrutaba su acento y vocabulario español, originario de La Rioja.
Imagino que cuando Enrique está ya a dos turnos de hablar con San Pedro, aprovecha a disfrutar por unos minutos más sus notas, ahora hechas reliquia, sus pensamientos olvidados, sus credos obsoletos. Con una sonrisa, guarda aquellos garabatos y decide esperar en silencio, ahora con un mejor ánimo. Un turno avanza. Luego le tocará a él. Y de manera automática, sin que haya una secuencia natural en sus divagaciones mentales, empieza a pensar en lo que le va a decir a San Pedro cuando llegue su turno. No es un tema específico, pero algo está claro. Le hará preguntas. Al menos las obvias. Inmediatamente empieza a pensar si habrá un límite de tiempo, si existe un protocolo para aquella conversación, si es este el lugar asignado para aquellas preguntas o si habrá otro momento más oportuno. Mientras divaga en estas consideraciones, levanta la mirada, y San Pedro, solemnemente, lo invita a acercarse con una mano. Enrique se acerca. Sin lograr sacudirse del todo lo absurdo de la escena.
La vida e historia de Enrique representan la esencia de todo lo que me enseñaron a considerar como la encarnación misma del demonio. Enrique fue en su momento dirigente del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP), y posteriormente un integrante de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG). Conocerlo, conversar con él, escuchar la historia desde otros ojos, tan opuestos a todos los que conocía, ya era de por sí inverosímil. Aprender, apreciar y admirar todo aquello, un verdadero absurdo.
No llegué a coincidir nunca con la ideología de izquierda. No compartí ni comparto casi nada de todo lo que representó la guerra civil en Guatemala, desde ninguno de los dos bandos. La historia, mis raíces y mis convicciones me han llevado por un accidentado pero intencional proceso personal, que al final de cuentas, ideológica y políticamente, me siguen ubicando en el extremo opuesto a todo lo que defendió Enrique en vida. Así que estos son los pensamientos de quien en su momento fuera un niño derechista sobre un líder de izquierda. Otro absurdo.
Pero no es ni la política ni las ideologías lo que me mueve a escribir estas líneas.
Es algo más trascendental. Más fundamental. Más humano…
Con el paso de los años, reconocí cualidades que hacían de Enrique una persona distintiva. Sólo las pude apreciar en retrospectiva, según mi propia personalidad fue madurando y desarrollando las sensibilidades necesarias. Quizá Enrique, desde su nacimiento habrá tenido ya mucho de aquel amable temperamento, de su generosidad auténtica, su ligereza de espíritu que a la fecha no creo haber conocido en nadie más.
Pero hay mucho más que claramente se debía al resultado de sus propias elecciones. A la cultivación de su carácter. A la fidelidad estoica con la que dirigía su vida. Sin sacrificios. Sin reclamos. Tan natural. Al recordar a Enrique me viene a la memoria un relato de Borges, que propone que “cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”.
Enrique sabía quién era.
Imagino cómo Enrique, con una actitud respetuosa, siempre respetuosa, pero intentando ser desafiante, inicia su confrontación hacia San Pedro. Le pregunta cómo podía haber sucedido todo aquello de lo que él había sido testigo desde su niñez. Cómo Dios podía permitir todas aquellas injusticias, de las que empezó a aprender durante su formación en la iglesia. Señalaba los excesos cometidos en tantas regiones del mundo, las matanzas, las usurpaciones de poder a costa de los pueblos. Enrique procura no dejar temas fundamentales sin ser mencionados. San Pedro escucha pacientemente. Reconoce la pasión, la honestidad, la transparencia en las palabras de Enrique. Su deseo de justicia. Su compromiso con la causa. Mientras Enrique sigue. Ahora, ya de lleno hablando sobre Guatemala. Su eterna Guatemala. Pregunta. Cuestiona. Acusa. La emoción en sus palabras es palpable, aunque también es verdad que no hay expectativas escondidas. Enrique solamente hace las preguntas que corresponden, las necesarias. Sin elaborar demasiado, pero sin olvidar nada. Está pronto a terminar sus preguntas. San Pedro escucha y se acomoda con dulzura. Enrique va cerrando, como enunciando, ante todo, que esa vida, tal y como la conoció, era un gran absurdo.
No sé qué significa exactamente que un hombre sepa quién es. Pero al recordar la vida de Enrique, puedo describir cómo se ve. Y es esto lo que me marcó de haberlo conocido. De escucharlo. De observar su labor social en la pos-guerra de Guatemala. De ser un esposo y un padre ejemplar. Todo sin que ello pareciera representar el más mínimo esfuerzo. Todo como si fuera parte de su naturaleza, de su genética, de una especie de comportamiento automático. Y sin embargo siempre lleno de presencia, de intención, y de voluntad.
No sé como un hombre llega a ser quien es, pero cuento con el ejemplo de Enrique. Y ante todo, la cualidad esencial que él emanaba era la integridad. Integridad entre lo que creía y lo que hacía. Lo que pensaba y lo que hablaba. Lo que predicaba y lo que vivía. El hombre promedio pareciera necesitar de protocolos, construimos máscaras, nos recostamos en títulos, navegamos entre verdades a medias. Coqueteamos y convivimos con la hipocresía. Cumplir con los ideales está lleno de sacrificio y de culpa. Los remordimientos, los arrepentimientos, los reproches, todos parte normal del paisaje.
A los mortales comunes y corrientes parece que les hace falta valor para ser lo quisieran ser. Si es que acaso, se han dado permiso de cuestionar qué cosa es eso. No es mi idea señalar o comparar. Es mi idea presentar la cualidad de la integridad, tan ausente en la vida moderna. Que no requiere de máscaras, ni de protocolos, ni de condiciones adecuadas. La persona íntegra es quien es. Sin reparos ni ostentaciones. Sin desgaste ni conflictos internos.
Enrique era así.
Íntegro.
Y esa práctica vital de integridad, parece dar lugar a un nuevo espacio sobre el cual se va construyendo una nueva dimensión de la vida y obra de un hombre. El espacio de la congruencia. No hay confusiones, todo es transparente, todo tiene una lógica sencilla. La congruencia da lugar a la confianza, al respeto, al cariño sincero con el otro. Todas estas eran cualidades y formas que Enrique predicaba con su ejemplo, con su estilo y filosofía de vida. Posiblemente sin saberlo, y creo firmemente que sin motivos secundarios. Enrique era, en mi humilde opinión, la encarnación de la congruencia.
Puedo imaginar cómo Enrique, hastiado de decir lo que no debería hacer falta decir, concluye su pequeña diatriba. Con un aire de solemne rebeldía. Sin saber cómo terminar de hablar, sabe que hay que terminar, y termina. Su mente sigue burbujeando, pero ha dicho lo necesario y empieza a acomodarse, para ver qué le van a contestar. San Pedro se acomoda, con una paciencia serena y que irradia la paz de aquel lugar. Sonríe al ver a Enrique. Lo ve a los ojos por unos instantes, diciéndole todo sin empezar. Enrique no sabe qué pensar. Pero siente aquella mirada. Y la paz invade sus pensamientos. Ya serenos, ambos en total silencio, dan lugar a una breve respuesta. San Pedro le asegura a Enrique que no ignora nada de lo que él describe. Que el cielo conoce todo eso y más, desde el inicio del tiempo. Y empieza a insinuar que todas aquellas injusticias, los excesos, las atrocidades cometidas, son el resultado de la confusión del hombre. Para decepción previsible de Enrique, San Pedro libera al cielo de toda culpa en la tierra. Pero antes que pueda empezar a divagar, a especular o a formular una nueva argumentación, San Pedro indica que, pese a todo, el cielo no se olvida de ninguno de los rincones de la tierra. Ni siquiera de Comalapa. Y por eso, inspiran a hombres de bien a llevar un poco de luz a aquellos rincones. En un cierre inesperado de aquella conversación, San Pedro simplemente le indica a Enrique: por eso te enviamos a ti. En la mente de Enrique sólo hay espacio para una palabra: absurdo.
No sé cómo habrá vivido Enrique antes de la guerra civil. No sé que hizo o qué no hizo durante la guerra. No logro conectar del todo en mi mente cómo el perfil del hombre que describo, fue el líder guerrillero que fue. Quizá porque, en mis juicios y prejuicios, creo que nunca lograré aprobar lo que llevó a unos y otros a tomar las armas. Claro que lo entiendo intelectualmente. Claro que conozco ahora la historia, el contexto y las causas. Comprendo la meta. La lucha. Los ideales. Pero en mi inocencia, en mi ignorancia quizá, en mi opinión, la guerra es el absurdo más grande de todos.
Pero pese a todo lo que pueda parecer absurdo en esta historia, el ejemplo de Enrique sobresale sobre tantos otros en mi vida. Hay tantas cosas que sé que no puedo comprender, por lo que no busco respuestas. Tomo lo que puedo tomar. Y, en este caso, el ejemplo de Enrique me deja claros registros del rostro de la integridad. De los frutos de la congruencia.
No puedo saber o entender a ciencia cierta lo que fue la guerra en Guatemala, y cómo Enrique llegó a ocupar el lugar que ocupó en ella, pero cito de nuevo a Borges, quien en el mismo relato sentencia que “un destino no es mejor que otro, pero que todo hombre debe acatar el que lleva adentro.” Enrique acató su destino. Y desde ahí, nos dejó un legado de lecciones para quien quiera reconocerlas, apreciarlas y tomarlas.
Esa es mi elección.
Elijo ver a un Enrique que, ante todo buscaba llevar dignidad a los pueblos más olvidados, quizo siempre darle voz a quienes no la tenían, un lugar a quienes no sabían lo que era tenerlo. Elijo ver a alguien que supo reconocer la grandeza del alma humana en los rincones más improbables, a proponer nuevas maneras de construir sociedad, a alguien que se atrevió a confrontar la injusticia del mundo. Con su vida. Con su ejemplo. Con su obra. De manera íntegra. De manera congruente. Enseñando, al menos a mí, y sin que Enrique supiera que esta fue la lección que germinó en mis adentros, que, aunque la vida pareciera ser un absurdo, es en el absurdo en donde nos reencontramos con ella.
Creo que no todos los absurdos son justificables o necesarios. Pero sí creo que todo lo que merece ser transformado, incluye y pasa por lo absurdo. A nivel individual, a nivel colectivo, el absurdo pareciera ser el denominador común que detona mutaciones insospechadas. Es accidental, tal vez un disfraz, algún truco del universo para que no veamos con ojos de conquista lo que el absurdo esconde. Es el absurdo el que inhibe a la lógica, siempre tan soberbia, y a menudo tan equivocada, a que demos lugar a las motivaciones correctas. Sólo entonces pueden encontrarse los polos opuestos, los extremos irreconciliables, lograr lo impensable. Gracias al absurdo. A la fuerza de lo absurdo.
Ahora creo, que un camino sin el absurdo, es un camino estéril. Así de simple.
El ejemplo y la vida de Enrique, estas reflexiones y las muchas lecciones que me deja a mi, son parte de lo absurdo. Y, desde una perspectiva aún mayor, creo que Enrique, también sin saberlo, me deja un claro mensaje como antídoto para la vida. Ante todo lo injusto, ante toda la rabia que causa ver la violencia en el mundo, ante el lamentable panorama humano, el único camino digno es el más absurdo de todos: el amor.
En su más amplia definición y sentido.
En medio de lo absurdo, en aquella escena Enrique empieza a percatarse de lo que San Pedro acaba de decir. Sin que pueda procesar o responder, San Pedro continua. Procura explicarle que, pese a todo, no son las guerras entre países, ni los poderes políticos, ni las luchas de clases las que reflejan la esencia de la vida. San Pedro le explica que todo aquello son solo escenarios, tan diversos como exagerados, para librar la única y verdadera lucha que siempre ha sido, es y será. La lucha dentro del corazón del hombre. Le explica que en las guerras de la tierra nunca hay vencedores. Todos pierden. Quizá hayan cambios, quizá se logren avances sociales, claro, pero sólo cuando la lucha esencial ha sido ganada. La del corazón. San Pedro le muestra a Enrique, en una especie de proyección, todas las batallas que su ejemplo, su integridad, su congruencia habían ganado en tantos corazones.
Enrique, tan sorprendido como enajenado, se pierde en aquella escena. Revive las historias, los momentos de entrega, la plenitud de la solidaridad, el poder de la compasión. Todos vividos a lo largo de su vida. Todos ellos símbolos de su historia. Se conmueve al comprender que su lucha la había ganado. Que todo a lo que dedicó su vida no fue en vano. Que el poder político es irrelevante en esta dimensión humana. Siente la victoria. Y descansa en ella. Por absurdo que parezca. Habita y se integra de lleno a esa proyección. Ahora sólo. Ya no está en el cielo. Ya no está en ninguna parte. Simplemente, empieza a reconocer que está en la imaginación de alguien más, en la imaginación de quien escribe estas líneas, mientras de manera gradual, sublime y natural, empieza a desaparecer. Toda la imagen, toda la lucha, todo el sentimiento de victoria, empieza a desintegrarse en una especie de luz transparente, pero a la vez luminosa, que va cayendo sobre España. Sobre Guatemala. Sobre todos los lugares que Enrique conquistó. Esa luz se dispersa, en lo que parecen ser partículas independientes, semillas abstractas, pequeños átomos de amor puro, que, por azar del destino, van cayendo en los corazones de todos aquellos que tuvimos el placer de conocerlo y el privilegio de aprender de él. Y se quedan ahí.
¡Hasta siempre Enrique!