En la primaria nos enseñan los tres elementos necesarios para producir fuego: combustible, calor, y oxígeno. Y si las condiciones se prestan, esto puede crear un incendio. En la última década, sociedades de todo el mundo han experimentado algo comparable al fuego, en una magnitud que podríamos considerar como incendios sociales. Y también necesitan tres elementos. Como combustible aparecen los excesos y omisiones de autoridades. El calor lo han provisto movimientos sociales. Ambos presentes en casi todos los sectores: Estatal, Academia, Medios de Comunicación, Militar, Religión, y distintas Industrias. Aunque ni los abusos de las autoridades, ni los movimientos sociales son nuevos. Es el equivalente del oxígeno lo que ha creado incendios sociales sin precedentes. Y proviene de la inagotable información disponible, en tiempo real, gracias a nuevas tecnologías digitales. Es así como nos hemos enterado de los abusos de nuestras autoridades, tradicionalmente a cargo de grupos minoritarios, que muchos científicos sociales denominan como élites. Y en oposición a esas élites, las sociedades se han pronunciado como mejor han podido, en calidad de público. Desde la mirada de las élites, un público de revoltosos. Y aunque la historia de estas revueltas aún se está escribiendo, es posible empezar a extraer algunas reflexiones.
El Poder
En enero de 2011, luego de manifestaciones masivas, el dictador Egipcio Hosni Mubarak, fue derrocado. Una década exacta después, protestantes en contra del resultado de las últimas elecciones presidenciales, irrumpieron en el capitolio de Estados Unidos. Más o menos en la mitad de ese período, en 2015, manifestaciones masivas y un Paro Nacional en Guatemala culminaron con la renuncia de la Vicepresidencia y Presidencia del país. Aunque estos eventos aparecen en puntos distantes en una escala de valores democráticos, en la práctica no son tan distintos. Y son tan sólo tres de muchos otros movimientos populares y masivos reportados a lo largo y ancho del planeta en el mismo período. En latitudes, sociedades, y democracias de todas las edades, tamaños, y colores. En resumen, la última década ha sido testigo del poder de los revoltosos.
Moisés Naím nos advertía en su libro El Fin del Poder 1 de cambios notables y muy recientes en las estructuras sociales. El subtítulo de tal publicación lo resume todo: ‘Empresas que se hunden, Militares derrotados, Papas que renuncian y Gobiernos impotentes: cómo el poder ya no es lo que era.’ Naím nos mostraba los efectos de cambios innegables. Nos cuenta qué pasó. Pero para saber cómo llegamos a eso, es preciso otro nivel de análisis. Afortunadamente, contamos con uno muy convincente, a cargo de Martin Gurri. Este autor ha dedicado buena parte de su carrera al estudio de la información y los nuevos medios de comunicación. Desde una perspectiva geopolítica, y en instituciones que incluyen a la Agencia de Inteligencia Central (CIA) de Estados Unidos. Frustrado ante la incapacidad de los medios, analistas, y académicos para describir la realidad resultante de lo que él llama el “tsunami” de información que nos ha traído la tecnología, decidió escribir su propia interpretación. Primero a través de un blog personal (The Fifth Wave 2), y luego con un libro indispensable: The Revolt of the Public and the Crisis of Authority in the New Millenium 3 (actualmente disponible únicamente en inglés; el título traducido sería La Revuelta del Público y la Crisis de Autoridad en el Nuevo Milenio,) auto-publicado inicialmente en 2014, revisado y ampliado en 2018.
La premisa central de Gurri, se basa en que el acceso casi ilimitado a información nos permite conocer la manera en la que operan las élites -usualmente en su rol de autoridad. Hemos visto detrás de la cortina del telón. Y sin esa cortina, las élites, aparecen en pequeñas pantallas en la palma de nuestra mano. Con sus agendas ocultas, abusos de autoridad, delitos, ocultaciones, luchas de poder, y, encima de todo, con sus interminables defectos humanos. Lo que ha causado una crisis de legitimidad. Que inció derrocando a una, y luego a otras dictaduras árabes con décadas de antigüedad, y se propagó como incendio incontrolado a Oriente Medio, Europa, Asia, buena parte de Latinoamérica, y, Estados Unidos. Autoridades y élites de todo el espectro político han sufrido ese mismo desenlace. La pérdida de su legitimidad.
Independientemente de sus expresiones, en forma de manifestaciones, sorpresas electorales, o apuestas impulsivas, la revuelta del público apenas empieza. Es prematuro pronosticar, especular, y mucho menos extraer conclusiones. Lo que mantiene el dilema de la crisis de autoridad muy vigente. Y es la razón por la que nuestra principal intención, debería ser, al menos por ahora, tratar de empezar a entender esa crisis. Pero no sin tener muy claro el poder del público.
La Inocencia
Una cosa es analizar y comprender las dinámicas sociales desde una pantalla. Y otra muy distinta vivir un movimiento social, participar en manifestaciones masivas, o ser testigo de efectos visibles. Es solamente desde lo local, lo personal, y desde lo subjetivo, que la “rebelión de las masas,” cobra sentido. Y en ese contexto, el poder del público y sus revueltas inesperadas, sin precedentes, activan sentimientos y proyecciones automáticas. Que podemos resumir como inocencia. Y que hemos experimentado ciudadanos de muchos países, en esta década de revueltas. Una forma de inocencia que ha sido un marcado protagonista en los eventos alrededor del mundo, incluida Guatemala. Lo cual me sirve para salir de las teorías y divagaciones intelectuales a una realidad vivida.
Como mencionamos antes, el público de Guatemala, con su propia revuelta, logró cierto clímax en el año 2015. Tras la publicación de los hallazgos de la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). Esto detonó la indignación popular, y provocó manifestaciones masivas y frecuentes. Las expresiones sociales que habíamos visto, en sus distintos formatos, y en distintas latitudes, nos llenaron de esperanza. La imaginación colectiva nos permitió proyectar distintos escenarios, cargados de optimismo, entusiasmo, e idealismo. Por lo que no es de sorprenderse que en Guatemala, nos atrevimos a pensar que era posible superar la corrupción, la impunidad, y construir sistemas de justicia funcionales. En distintos momentos resultaba imposible no sentir esa inocencia, contagiarse del fervor colectivo y creer que el cambio era inminente.
Durante esos años, en distintos países, el principal cambio fue una especie de castigo a las élites gobernantes tradicionales. Pasado el escándalo, la tendencia fue elegir a personajes ajenos a la clase política (o ‘outsiders’). Grecia, Italia, Inglaterra, India, Brasil, Filipinas, Estados Unidos, El Salvador, y Guatemala son algunos de los países en los que el público decidió dar la espalda a la clase política, eligiendo presidentes ajenos a ella. Pocos años después, cada uno de esos países ha experimentado su propia dosis de realidad tras apostar sus gobiernos en manos desconocidas. Este no es el espacio para evaluar el resultado de tales apuestas. Pero sí es posible seguir evaluando desde otros ángulos.
Mientras disfrutaba la lectura y propuestas de Martin Gurri a escala Global, pensaba, recordaba, e intentaba reflexionar sobre la realidad e historia reciente de Guatemala. Para mi grata sorpresa, hace unos días, aparece una publicación que viene a sumar a esas divagaciones. Me refiero al libro titulado Disidencia y Disciplina: Cómo las élites tradicionales sofocan el disenso y qué sigue ahora 4, por la antropóloga e investigadora Alejandra Colom (curiosamente, su libro y el de Martin Gurri comparten la misma paleta de colores en su portada, y me gusta imaginar que eso no es una casualidad. Sobre todo porque la esencia de ambas publicaciones es muy cercana.) El estudio de Colom aborda las opiniones de 17 participantes del sector empresarial de Guatemala acerca de las expresiones del público entre 2015 y 2019. Y, según su grado de participación, algunos aparecen como disidentes de la élite empresarial tradicional. Describiendo las implicaciones de haber tomado esa postura. Como sería de esperar, la disidencia duró poco. Y fue asfixiada por medios indirectos. La élite impuso disciplina. Además, los cambios y propuestas de la CICIG, violaron una importante ley del poder, según Robert Greene, reconocido y establecido autor en el tema:
En teoría, todo el mundo comprende la necesidad del cambio, pero en el nivel cotidiano, el ser humano es hijo de la costumbre. Demasiada innovación resulta traumática y conducirá a la rebelión. Si usted es nuevo en una posición de poder, o un tercero que intenta construir una base de poder, haga alarde de respetar la forma tradicional de hacer las cosas. Si se impone un cambio necesario, hágalo aparecer como una leve modificación del pasado.
Ley Nº 45
Predique la necesidad de introducir cambios,
pero nunca modifique demasiado a la vez 5
Guatemala no es un caso aislado en esta postura de extralimitación por parte del público, seguida de un regreso al orden tradicional impuesto por las élites. Pero un análisis detallado, si acaso fuera posible en estos momentos, queda fuera del alcance de este texto. Simplemente se menciona como complemento al argumento que estamos abordando: la disrupción en las dinámicas tradicionales entre el público y las élites.
La magnitud, enfoque, y alcance de los trabajos de Gurri y de Colom, no son comparables. Pero encontrar la descripción de las dinámicas del microcosmos del sector empresarial guatemalteco, delineado en Disidencia y Disciplina, luego de haber explorado y navegado el macrocosmos internacional en The Revolt of the Public, es una muy grata coincidencia. Además de educativa. Ambos libros relatan la progresión experimentada por el público. Nos indignamos, nos expresamos, y parecía que algo había empezado. Ambas publicaciones proponen y comparten un marco lógico que ilumina los movimientos sociales recientes. Aunque en distinta escala, paralelos y fundamentalmente similares. Y ambos comentan como, de forma ingenua, le dimos espacio a esa inocencia colectiva. Hasta que nos topamos con un pequeño gran dilema, sin aparente solución.
Por un lado, las élites nos parecen inadecuadas como autoridades. Pero como público es difícil organizarse desde Twitter, no digamos fiscalizar o gobernar desde nuestras pequeñas pantallas portátiles. Una cosa es manifestarse. Otra muy distinta construir sociedad, o sistemas de gobernanza. La socióloga y reconocida escritora turca Zeynep Tufekci también ha publicado sus observaciones acerca de las limitantes que resultan de la convergencia entre los movimientos sociales y las redes sociales digitales 6. Ella también señala que como público, no hemos sido capaces de traducir en cambios sustanciales lo que la tecnología nos ha permitido o nos ha revelado. Hago uso de un poco de humor para ilustrar el dilema:
Citando a Gurri:
El resultado es la parálisis por desconfianza. La Frontera [el público], queda muy claro, puede neutralizar pero no sustituir al Centro [las élites]. Desde las redes podemos protestar y derrocar, pero nunca gobernar. La inercia burocrática se enfrenta al nihilismo digital. La suma es cero.”
Colom comenta acerca de Guatemala, poco antes de cerrar su análisis:
La gran lección del 2015-2019 fue que el país necesita una reflexión más profunda sobre lo limitado que es el campo de acción y lo importante de tomar decisiones estratégicas. […] El trabajo tendría que retomarse, por ahora, a pequeña escala, reconstruyendo la confianza y logrando establecer diálogos entre “algunos activistas coherentes, algunos analistas, algunos empresarios coherentes”, como lo ilustró una participante [del estudio de Colom].
Es desde este impase social, desde el cual debemos generar ideas del potencial que representa lo observado en la última década. En Guatemala y en el resto del mundo.
El Potencial
No podemos negar el desencanto que hemos experimentado. El contraste entre todo lo que las revueltas sociales despertaron en nosotros, y la realidad actual. Aparentemente sin cambios. Pero sería injusto afirmar que aquí no pasó nada. Puede que las élites sigan en sus torres de marfil, y aunque saben que los últimos años no han sido producto de su imaginación, quizá sigan sin saber cómo cambiar. Sin embargo, a pesar del sentimiento de impotencia, de la frustración, o la resignación, el público sí ha cambiado. O por lo menos, se perciben señales, nuevas propuestas, algunas ideas, y una importante cantidad de proyectos tangibles. Se siente el potencial.
Todo cambio requiere honestidad. Es fácil señalar a los poderosos, a las estructuras, al sistema, y a todos los supuestos villanos de siempre. Pero también podríamos vernos al espejo. Aunque es obvio, nadie lo menciona: al igual que las élites, el público también está lleno de defectos. Vaya sorpresa. Por ejemplo, de la misma forma en la que puede ser inspirado a derrocar dictaduras, puede ser manipulado por desinformación a invadir el Capitolio en Washington DC. El público dista mucho de ser una estructura confiable. Y, como Bat-Man, solo aparece cuando se activa la Bati-Señal para luchar contra el enemigo del momento. El público son muchos públicos, visiones, y versiones de lo que podría ser el mundo. Estos son tan sólo algunos de sus defectos. Y es únicamente en la humildad de reconocerlos y poder manejarlos, que podremos aprovechar nuestro potencial de cambio. A pesar que nos cuesta reconocerlos, aunque seguimos paralizados entre las estructuras tradicionales de poder y las continuas olas de información, y aunque no contemos con autoridades que posean la legitimidad adecuada para dirigir cambios de fondo, tenemos material para empezar. Con lo que presento algunas reflexiones, derivadas e inspiradas tanto de mi experiencia profesional como de los textos citados.
Primero, existen alternativas a la disidencia. Para quien sea parte de las élites, quizá esas alternativas no sean muy variadas. Pero como público, podemos explorar opciones que estén en línea con los intereses colectivos. Romper con la tradición siempre tendrá un alto costo, independientemente de nuestra posición en la sociedad. Pero además de ser posible, gradualmente deja de ser un estigma social para quienes estemos dispuestos a explorar. Lo que será cada vez más una necesidad. Sino es que una obligación. Además, en este despertar, algunos de nosotros empezamos a reconocer que también hay virtud y mucho por rescatar en las estructuras, y sistemas tradicionales. La meta no es reemplazar a las élites, sino confrontar su monopolio. Cuestionar su relevancia. Hacerlas conscientes de que su autoridad sin legitimidad no es sostenible. Público y élites pueden coexistir, pero solamente si se adhieren a valores que sumen a una sociedad justa. De manera real y científica, no basada en mitologías del libre mercado o una mano invisible. Y aunque a muchos no les guste, las élites tienen mucho por aportar. Lo cual son buenas noticias, porque si lo único que nos puede llevar a un futuro justo requiere algo similar al terror de la Revolución Francesa, sería preocupante. Afortunadamente, no es el caso (salvo en la opinión de algunos dinosaurios radicales.) Citando de nuevo a Gurri:
La democracia en una sociedad compleja no puede prescindir de las élites. Esa es la dura realidad de la situación. Se trata de mucho más que la necesidad de conocimientos especializados o esotéricos. Puede que los gustos actuales se inclinen por el igualitarismo, pero a lo largo de la historia y de las culturas la única forma de organizar a la humanidad, y de hacer las cosas, ha sido a través de algún nivel de mando y control dentro de una jerarquía formal.
Segundo, el campo para el cambio no es necesariamente político. Y aunque es imposible que cualquier iniciativa de cambio social no se traslape en algún punto con la esfera política, el cambio puede nacer desde distintos rincones de la sociedad. Tomando como referente a la Antropología, creo firmemente que la cultura puede ser un excelente termómetro para evaluar nuestro progreso. Citando a Colom, quien cita a Quinn 7, podemos entender como cultura “la comprensión compartida basada en comportamientos compartidos.” Y según la Ciencia del Comportamiento, es usualmente imposible crear cambios de manera directa. Si nuestro comportamiento da lugar a una cultura, debemos partir de ese comportamiento.
Cambiar nuestro comportamiento requerirá de experimentos concretos, propuestas con Términos de Referencia, y líderes con nombre y apellido. Y es aquí en donde la inocencia puede alimentar el potencial del público. Dejar el cinismo, y actuar con inocencia ya es una ganancia, un avance. Aunque el enojo y la indignación puedan sostener modelos de negocio lucrativos para ciertos activistas y algunos sitios de periodismo digital, difícilmente suman en la construcción de nuevas estructuras sociales. El fuego no requiere más oxígeno por el momento. La información será esencial en cualquier propuesta. Nuestros prejuicios no. De ahí que nuestro comportamiento pueda ser la guía para avanzar. Por ejemplo, para que algún abogado se inspire y lance un proyecto de justicia. Para que alguna periodista proponga un manifiesto generacional. Para que emprendedores formulen nuevos modelos de inversión de impacto y emprendimiento social. O para que más directores de cine se animen con propuestas arriesgadas. La inocencia que conoció la plaza, es un activo impersonal, colectivo, y, sobre todo, atemporal. Desde el cual, si así lo elegimos, podremos crear una nueva comprensión compartida basada en nuevos comportamientos compartidos. Una nueva cultura.
Vale la pena hacer un paréntesis para invocar la inocencia que hemos ido perdiendo. Durante las revueltas del público, la inocencia fue un factor notable. Pero es un error pretender que este factor nos llevaría hacia un rumbo definido. La inocencia, la ingenuidad, la ilusión que despertaron los movimientos y momentos en la plaza, no eran un destino. Eran puntos intermedios. En un proceso que necesitaba iniciar su gestación. La importancia de esas emociones más leves, más puras, y más humanas, es que hayan sido genuinas. Y para tantos de nosotros, lo fueron. Esa memoria, esa emoción, esa esperanza, han quedado disponibles en nuestro inconsciente colectivo. Lo cual *no* es suficiente para crear cambios. Pero sin inocencia, es imposible crear confianza. Todo necesario para romper con el cinismo, la apatía, y la indiferencia. Cualquier cambio inicia con una ilusión. Aunque parezca absurda. Y sin eso, sería imposible crear alternativas. Cursi pero cierto. Cierro paréntesis.
Tercero, cualquier progreso debe ir mucho más allá de las pasiones populares. Para quien no lo tenga claro, las ideologías son terribles consejeras, y por suerte empiezan a convertirse en reliquias del siglo pasado. Además, es imposible construir sociedad a partir del descontento. Cualquier propuesta debe estar conectada con la realidad, con nuestra capacidad, con los hechos. Es imprescindible aprender a ser congruentes, salirnos del discurso, y crear estrategias funcionales. Y aquí las élites tienen mucho por enseñar al público. El valor de la planificación a largo plazo, el manejo del riesgo, la administración de proyectos, o el pensamiento estratégico. Si vamos a atrevernos a explorar nuevas opciones, a través de comportamientos renovados para crear nuevas culturas, debemos aprender a trascender nuestro idealismo, y a superar nuestro pesimismo. La clase intelectual, usualmente conformada por académicos, activistas, artistas, y periodistas, tiene cierta predisposición al cinismo. Ampliamente justificado. Pero más cinismo no creará soluciones creativas. Es necesario canalizar esa actitud de maneras productivas. Con un realismo que podamos medir, demostrar, y replicar.
Todo lo anterior pone al público en cierta paradoja, ya que la responsabilidad de avanzar, parece recaer sobre el individuo. No podemos confiar ciegamente ni en las élites, ni en el público. Pero sí podemos aprender a confiar en las causas. En las misiones. En los valores concretos. Y esto empieza por cada uno de nosotros. Idealismo y utopía es una cosa. Y otra muy distinta empresarios éticos, ciudadanos responsables, o instituciones transparentes. Cada uno de nosotros puede elegir un camino basado en valores y expresarlos en el campo de nuestra elección. Con lo que cierro este texto, citando una reflexión de José Ortega y Gasset, presentada por Martin Gurri, sobre el reto que representa reconfigurar los sistemas y estructuras en nuestras sociedades. Como élites y como público:
La cualidad que distingue a las verdaderas élites -que confiere autoridad a sus acciones y expresiones- no es el poder, ni la riqueza, ni la educación, ni siquiera la capacidad de persuasión. Es la integridad en la vida y en el trabajo. Una sociedad sana es aquella en la que estos tipos ejemplares atraen al público hacia ellos por la mera fuerza de su ejemplo. Sin necesidad de obligarles, las personas ordinarias aspiran a parecerse a los extraordinarios, no superficialmente sino fundamentalmente, porque desean participar de modelos superiores de ser o de actuar. La buena sociedad, concluyó Ortega, era un “motor de perfección”.
José Ortega y Gasset 8
- 2013. Penguin Random House. México. 433pp
- https://thefifthwave.wordpress.com/
- Gurri, Martin. 2018. Stripe Press. San Francisco, California. 445pp
- Colom, Alejandra. 2021. F&G Editores. Ciudad de Guatemala. 128pp
- Greene, Robert. 1998. Las 48 Leyes del Poder. Editorial Atlántida. Buenos Aires. 526pp
- Ver Tufecki, Zeynep. 2017. Twitter and Tear Gas. Yale University Press. New Haven & London. 360pp
- Quinn, N. 2005. Finding Culture in Talk. Palgrave McMillan, New York.
- 1921. España Invertebrada. Editorial Austral Espasa. Citado por Gurri.