Hace muchos años fui parte de un ejercicio de grupo en clase, sobre el final de mi primer semestre universitario. Debíamos formar un círculo con nuestras sillas, y luego expresar, uno por uno y en voz alta, las cualidades más notables de cada uno en el círculo. Cuando alguien iniciaba la ronda con una opinión sobre la persona de turno, el resto repetía lo mismo con distintas palabras. Como típicos estudiantes sin criterio. El ejercicio se volvió monótono, predecible, y bastante falso. Estábamos aburridos. Hasta que llegó el turno de cierta chica. Cada uno tenía algo qué decir. Y queríamos decirlo. Cada uno parecía tener ejemplos y argumentos para ampliar su opinión. La cualidad más notable de esta chica era su “autenticidad.” Nadie lograba definir muy bien lo que eso significaba, pero en esencia, ella parecía tener muy claro quien era. Tenía una identidad definida.
El catedrático aprovechó la ocasión para subrayar la importancia de “ser uno mismo.” Lo que inició una curiosa discusión sobre la manera en la que podríamos asegurarnos de siempre ser nosotros mismos y nunca alguien más. Eso que nuestra compañera parecía lograr de manera espontánea y natural. Ella sí era ella misma. El resto de nosotros no. Por alguna razón que no comprendíamos ni podíamos definir. La discusión terminó cuando alguien preguntó cómo alguien no podía ser uno mismo. Aunque el catedrático reconoció la profundidad de la pregunta, no era el momento ni el entorno para entrar en una divagación filosófica de ese calibre. Terminamos el ejercicio y antes de salir el catedrático escribió en el pizarrón una frase en griego, y luego en español: ‘Conócete a ti mismo.’ Concluyó comentando sobre esta inscripción, en el templo de Delphi, en la Grecia antigua, con la intención de motivarnos a cuestionar su significado. Apuesto que nadie pensó, investigó, o comentó más sobre el tema. Pero la escena y aquel ejercicio quedaron grabados en mi memoria. He pensado y encontrado la famosa frase del templo de Delphi en numerosas ocasiones a lo largo de mi vida. Y siempre recuerdo aquel día de universidad. Conócete a ti mismo. Ese fue mi primer contacto con el dilema de la identidad.
Me pregunto si alguien puede explicar, a ciencia cierta, lo que implica y representa esa frase. Con los años, he escuchado a unos asegurar que la frase no era más que una fachada sin sentido del oráculo de la época, similar a otras frases religiosas, shamánicas, o de alguna tribu del planeta. Y en el otro extremo, he escuchado a otro buen poco de personajes argumentar sobre la profundidad de la frase. Que es la única verdadera fuente de conocimiento o entendimiento humano. Aseguran que sin conocernos a nosotros mismos, lo ignoramos todo. Quizá tengan razón. O quizá no tenga sentido investigar la frase o definir su significado. Pero al menos a mí, ninguna de estas posturas me dice mucho.
Y para terminar de complicar un poco más el dilema de la identidad, hace muchos años también, me topé con otra frase y noción similar a la griega, aunque opuesta. Leí que “no hay un yo” (‘there is no self,’ en inglés.) No existe un yo. Lo que complica notablemente la tarea de conocernos a nosotros mismos, si ni si quiera hay nadie a quien conocer. Esta postura de inexistencia del ‘yo’ es consistente con distintas religiones orientales, en particular el Budismo. Lo cual pareciera ser compatible con cierta propuesta de la psicología. En general, distintos campos de la teoría psicológica, proponen que todo que conocemos de nosotros mismos, no es más que un conjunto de ideas, creencias, y puntos de vista. Basadas en nuestra experiencia, cultura, y familia. Y desde varios rincones mentales, se conforma lo que algunos autores han llamado proyección. Todo ese contenido, entonces lo proyectamos en un conjunto unificado, que esos autores denominan como ‘ego.’ Y eso crea una ilusión de identidad. Algo así como lo que vemos en los perfiles personales en redes sociales. No es una identidad real, pero sí el conjunto de proyecciones de una persona. El ego aparece como una entidad usurpadora, que nos impide conocer o comprender lo que realmente somos. Quizá ese sea el sentido de la frase griega. Conocernos a nosotros mismos, talvez sea el proceso de eliminar esa proyección que es el ego. O conocer a fondo a ese ego. O, si lo combinamos con filosofía oriental, podemos diferenciar a nuestro ego de otra forma de identidad. Nuestra verdadera identidad. Pero de nuevo, esto tampoco nos dice mayor cosa.
Podemos divagar con frases, filosofía, o psicología, pero el tema de la identidad se mantiene indefinido. Una cosa es pensar y jugar con palabras, y otra muy distinta es la realidad. Tal y como la vivimos. Somos lo que somos pero no lo sabemos. Y pareciera que no tenemos manera de saberlo. Quizá no exista nadie a quien conocer. O quizá descubrir quien somos sea la meta y propósito de la vida. Lo que sea que eso signifique. Y en términos prácticos, nada de lo anterior nos ayuda a comprender o descifrar el dilema de la identidad. Pero talvez podamos establecer algunos parámetros que sí podemos observar y analizar.
Todos conocemos a alguien que es cómico por naturaleza. El payaso de la clase, el alma de la fiesta. Podemos recordar a nuestras amiga más inteligente, a los deportistas, o a quienes expresaban habilidades artísticas desde la niñez. En muchos de esos casos, no pareciera existir una causa concreta para esas cualidades. Humor, inteligencia, destreza atlética, habilidad creativa. Parecieran ser naturales. Nacieron con ellas. Lo que forma un tipo de identidad. Una identidad involuntaria, por así decirlo. Y esa identidad, se vuelve, en cierta medida, una realidad asumida para sus dueños y para quienes les rodeamos. Como consecuencia, muchas de esas identidades involuntarias terminan convirtiéndose en nuestros referentes, en puntos de comparación, o medidas relativas para evaluar ese conjunto nebuloso de historias, características, preferencias, o gustos que conforman la identidad de alguien, incluida la nuestra. Pero según crecemos y maduramos, nos damos cuenta que todas las cualidades que forman esas identidades involuntarias, no tienen mucho que ver con la identidad real de una persona. Son más atributos, como el color de pelo, la estatura, o el tono de voz. El humor o el atletismo no definen a nadie. Y aunque cada uno tiene un conjunto de atributos visibles e invisibles, seguimos sin conocer nuestra identidad.
Además de los atributos o cualidades naturales, existen otras variables que se van incrustando en nuestra manera de ser, en nuestro carácter, o personalidad. Sobresale nuestra elección de carrera profesional u ocupación. También desarrollamos una fuerte identificación hacia la familia, nivel socioeconómico, equipo favorito, religión, o nuestro país de nacimiento. La sexualidad también pareciera ser una fuente de identidad para otros. En especial personas que no son heterosexuales. Aunque aquí volvemos a otro tipo de atributo, en mi opinión. Todo lo anterior son tradiciones, o condicionamientos, más que fuentes de identidad. Costumbres, rituales, o hábitos adquiridos. Lo que quizá sea suficiente para muchos, y muerto el dilema. Pero para quienes no sentimos identificación con ninguna de esas opciones, seguimos en una crisis de identidad. Que algunos a nuestro alrededor no dudan en señalar y llamar por su nombre. Acusatoriamente. Pero son ellos quienes no pueden reconocer que la pertenencia familiar, una afiliación deportiva, o preferencia religiosa, no es una identidad. Cada una puede ser muy positiva, constructiva, e incluso necesaria. Para cualquiera, incluyendo quienes vivimos en crisis de identidad. Pero ninguna es una identidad. Ninguna resuelve el dilema.
Consideremos un último ejemplo, uno muy común y fácil de apreciar. Los eventos traumáticos. Un divorcio, una bancarrota, o la muerte de alguien, cuando suceden, parecieran ocupar una gran parte de nuestra psicología. Similar al caso del ego, pero aquí proyectamos nuestra ‘sombra.’ Y esta sombra, derivada de nuestro dolor, también pareciera hacernos adoptar una forma de identidad. Dependiendo de nuestra capacidad para superar una situación difícil, nuestras proyecciones podrán evolucionar o desaparecer, junto con los matices de identidad que habíamos adoptado a causa de ellas. Pero los traumas, si bien pueden brindarnos un tipo de identidad parcial o temporal, no es total o permanente. Al igual que los atributos naturales, la identidad sexual, o una religión. Solamente más circunstancias. Otro espejismo de identidad.
Podemos asociar nuestra identidad a lo que sea. Cualidades personales. País de origen. Familia o apellido. Profesión. Religión, sexualidad, o historia de vida. Por no citar el carro que manejamos y tantas otras opciones más superficiales. Lo cual se basa de lleno en la lógica psicológica de proyección. Proyectamos una identidad. Basada en elementos temporales, circunstancias específicas, o atributos variables. Pero en esas opciones, no hay nada absoluto, definitivo, o estable en lo que podamos apoyar nuestra identidad personal. Nada en lo que podamos confiar de manera permanente.
Por lo que propongo una alternativa, a partir de una reflexión en las primeras páginas de la novela ‘La Inmortalidad’ :
Si a partir del momento en que apareció en el planeta el primer hombre pasaron por la tierra unos ochenta mil millones de personas, resulta difícil suponer que cada una de ellas tuviera su propio repertorio de gestos. Dede un punto de vista aritmético esto es sencillamente imposible. No hay la menor duda de que en el mundo hay muchos menos gestos que individuos. Esta comprobación nos lleva a una conclusión sorprendente: el gesto es más individual que el individuo. Podríamos decirlo en forma de proverbio: mucha gente, pocos gestos.
Milan Kundera
Así como podemos darnos cuenta rápidamente que los gestos son limitados, y muy inferior a la cantidad de personas en el planeta y en la historia, podemos extrapolar esta reflexión a otros atributos humanos. Como las emociones. Las habilidades. Las virtudes. O los valores. Aunque quizá cada uno nace con cierta predisposición hacia emociones, habilidades, o virtudes, es posible cultivarlas o ignorarlas de manera personal. Y estamos en plena libertad de elegir el tipo de valores bajo los cuales quisiéramos o podríamos vivir nuestra vida. Por ejemplo, el emperador filósofo, Marco Aurelio, construyó su vida y carácter alrededor de seis cualidades: corrección, modestia, sencillez, sanidad, cooperación, y desinterés. Lo cual nos deja claro que aunque no sepamos quienes somos, tenemos la capacidad de elegir lo que nos gustaría ser. A través de los valores. Estos parecieran ser un buen punto de partida hacia una identidad propia.
Esto nos confronta con un sentido de arbitrariedad. Elegir valores pareciera muy parecido a elegir una religión o una profesión. Pero hay una importante diferencia. En el caso de los valores, existe una cualidad que trasciende el espacio físico y el tiempo. Va más allá de las costumbres, rituales, tradiciones, o condicionamientos. Y van mucho más allá de nuestra personalidad individual. Como los gestos que menciona Milan Kundera en su novela. Los valores y la virtud son elementos que nos brindan mucha más claridad, estabilidad, y objetividad.
Cuando creamos una identidad a partir de valores, aparecen elecciones que pueden dar un giro a nuestra vida. No podemos elegir el resultado de nuestras acciones, el nivel de éxito profesional con el que soñamos, o una larga vida con salud. Pero sí podemos elegir nuestra identidad si la basamos en valores concretos. Como la honradez. La responsabilidad. O la humildad. Entre tantos otros. Y también podemos apreciar lo contrario cuando vemos a nuestro alrededor. Personajes cegados por su sed de poder, ambición económica, vanidad, o necesidad de protagonismo. Todos el resultado de una vida sin valores, basada en motivaciones cuestionables, y en muchos casos, destructivas. El dilema de la identidad puede que siga sin solución a nivel filosófico, existencial, o metafísico. Pero la opción de crear una identidad individual, a partir de valores humanos, es una opción disponible para quien quiera tomarla.