Mi cuerpo semi congelado estaba a salvo y a bordo.
Mi mente aún dormida.
Franzi me había llevado en su moto hasta la estación de tren. Cruzamos la frontera Alemania-Polonia alrededor de las cinco de la mañana. Y una vez más, mi vestuario era inadecuado para aquellas temperaturas. Eran los primeros días de mayo, y en mi ingenuidad creí que primavera significaba calor en aquellas gélidas latitudes.
Me equivocaba.
El contraste visual, cultural, humano y tecnológico al cruzar la frontera fue un tanto surreal. Pero no inesperado, lo cual permitía procesar las imágenes sin tanto reparo.
Era un tren antiguo. Ruidoso. Bastante descuidado.
Claramente funcional desde quién sabe hacía cuántos años, y al final de cuentas, el único medio de transporte para mi destino en aquella aventura improvisada la noche anterior, como vacacionista tomando vino con estudiantes universitarios que al día siguiente debían asistir a clases. Franzi entre ellos, quien viajaba regularmente al otro lado de la frontera, por lo que ofreció llevarme.
Me dieron un mapa, algunas indicaciones y más advertencias de las que me hubiese gustado.
Pues bien, ya iba en aquel tren.
Tenía que hacer solamente un transbordo, en una de las ciudades más grandes me dijeron. No recuerdo cómo se llamaba, pero confié en mis instintos y en que reconocería la ciudad una vez llegara.
Al empezar a preguntar indicaciones a otros pasajeros, empecé a percatarme que casi nadie hablaba inglés. Luego empecé a percatarme que mi mapa estaba en alemán y todos los letreros en polaco, en alfabeto distinto… leve angustia.
Un par de horas después, muy sorprendido de haberme quedado dormido entre aquella perpetua avalancha de sonidos mecánicos de alta potencia y traqueteos interminables, uno de los maquinistas, involuntariamente sonriente, pero con una expresión exigente me preguntaba algo en tono fuerte.
En polaco, obviamente.
Le hablé en inglés.
Silencio.
Suspiró.
Al parecer decepcionado.
– ¿Alemán? – me preguntó en alemán.
– Un poquito – contesté en alemán.
Suspiró de nuevo.
Volvió a cuestionarme, en alemán, y obviamente, no entendí nada.
Angustia leve en ascenso.
Le mostré mi boleto y mi pasaporte.
– ¡¿Guatemala?! – exclamó, analizando mi pasaporte. Con mirada incrédula y confundida. Se rascó la cabeza.
Me hizo un ademán con la mano de que regresaría, y se se fue de mi vagón.
Los pocos pasajeros medio cerca de mí me veían extrañados, como a un bicho medio raro, o como a un turista desubicado, lo cual me dio un poco más de angustia.
Esperé. Observé. Nada.
Volví a quedarme dormido.
Me volvió a despertar aquel maquinista polaco.
Hablando en alemán.
Volví a darle mi boleto y pasaporte.
Leyó mi boleto. Me hacía preguntas que no entendía. Le alcanzaba a entender únicamente los nombres de dos ciudades, la de mi transbordo y la de mi destino final. Indicaba tres con sus dedos, lo cual me confundió por un momento. Quizá eran dos transbordos y no solamente uno. O tres. No le entendía. Pero el seguía hablándome. Y yo me confundía más.
Angustia.
Finalmente, me vio con una especie de resignación y ternura, y se fue de nuevo.
Los pasajeros a mi alrededor ahora se reían abiertamente de mí.
Faltaban horas para mi transbordo. Leí. Comí un emparedado que había preparado para el camino. Luego una manzana. Hacía un frío de mierda. Un ruido que solo cesaría si el tren dejara de caminar. Y cero empatía con mis colegas pasajeros.
Aunque suene inverosímil, volví a quedarme dormido.
Esta vez desperté solo. Vi mi reloj. Calculé que faltaría como una hora para llegar a la ciudad de mi transbordo. Tomé agua y empecé a mentalizarme. Las estaciones a lo largo del camino me habían hecho sentir cierta incomodidad con el tema del alfabeto. La falta de señalización. Y por supuesto la precariedad de las instalaciones, tan contrastantes en relación al país que acababa de dejar.
Pasado un rato, empecé a ver un panorama urbano como me habían descrito la noche anterior. Sentí cierto alivio. Después de otro rato, llegamos a la estación.
Tomé mi mochila, boleto y pasaporte firmes dentro de la bolsa de mi chaqueta y me bajé de aquel tren.
Empecé a caminar, tratando de ubicarme. No había ni un rótulo. Ni una cartelera, mucho menos pantallas.
Me quedé parado, pensando, respirando.
Angustia de vuelta.
Y no tan leve.
Luego de unos momentos, el maquinista que me había hablado me vio, desde un par de vagones adelante y empezó a hacerme señales desesperadas, salió del tren y logré entenderle con sus gestos que me mandaba a subir de nuevo al tren.
Confundido, no hice nada, ante lo cual el salió corriendo hacia mí, prácticamente arrastrándome de nuevo al interior del tren.
Le mostré mi boleto, le dije que en esta ciudad debía tomar el otro tren, que me llevaría a Cracovia.
Me vio nuevamente con ternura, me dijo con la mano que me sentara y lo esperara.
El tren arrancó. Seguía confundido, y cuestionando si acaso aquel maquinista habría malentendido mi destino y por lo tanto me estaba perdiendo en aquel inmenso y gélido país que, en medio de aquella confusión, me parecía menos atractivo a cada segundo.
Pasaron varios minutos.
El maquinista regresó, hablándome en automático, pero esta vez me tomó del brazo y me llevó hacia el vagón delantero, luego al siguiente, hasta llegar a la cabina principal.
Me dijo que me sentara en una banca a un costado de la cabina.
Habían dos conductores, quienes me vieron extrañados.
Me hablaron en polaco.
No entendí.
– ¿Alemán? – pregunté en alemán.
– Gritos y regaños – en polaco.
Más confundido que nunca, decidí esperar a que reapareciera aquel maquinista escurridizo.
El tren hizo una nueva parada.
Uno de los conductores se acercó, gritándome en polaco quién sabe qué cosas, y yo, cada vez más angustiado, decidí no moverme.
Resignado, refunfuñando, regresó a su asiento de conductor, regañándome aún entre dientes y hablando con su compañero, quién sabe qué cosas. En polaco.
El tren arrancó de nuevo.
Y yo… en angustia total.
Todo mi ser quería llorar.
Pero la inutilidad de hacerlo me hizo desistir.
Unos pocos minutos después llegamos a la siguiente estación. La tercera en lo que parecía ser la misma ciudad.
Entonces como por arte de magia, entendí lo que me había querido decir aquel maquinista horas atrás, con su número tres en una mano. Debía transbordar en la tercera estación de aquella ciudad.
Cada átomo de mi ser sintió un alivio.
Suspiré como liberándome de un elefante que llevaba entre pecho y espalda.
Empecé a alistarme, los conductores me gritaron de nuevo, de reojo, sin verme pero hablándome a mí. Los ignoré.
Me bajé del tren. Apenas me bajé, el maquinista llegó corriendo, quise verlo para agradecerle con gestos que había entendido su mensaje, que era la tercera estación la del transbordo para Cracovia. Quería disculparme por mi falta de sentido común horas antes.
Pero ni siquiera me vio, me tomó de la mano y me obligó a que lo siguiera.
Corriendo a toda prisa.
De la mano, cual niño arrastrado por su madre.
Hablaba acelerado, en polaco, en alemán, en automático.
Paró de pronto.
Vio para todos lados.
Saltó hacia las vías de tren, indicándome que lo siguiera, señalando que mi tren (gritando ¡Kraków! ¡Kraków!) era aquel a dos líneas de la que estábamos aún.
Y estaba a punto de salir.
Pilotos de otros trenes, enfurecidos, gritaban. Claramente era prohibido cruzar las líneas de tren de esa manera. Pero comprendí que de tomar los túneles peatonales para llegar a mi tren, no habría llegado a tiempo para abordarlo.
Un segundo después, estaba corriendo yo solo, cruzando de manera prohibida la última línea de tren, y en otro segundo más, había llegado a mi tren.
Que arrancaría, no exagero, un segundo después.
Sonriendo y agitado, me di vuelta para despedirme y agradecerle con gestos la bondad a aquel maquinista.
Pero no había nadie.
Solamente vi conductores enfurecidos, pasajeros polacos con miradas hostiles hacia mi y vías y más vías de tren.
Aquel maquinista se había esfumado.
Extrañado, busqué un asiento, con la plena tranquilidad de ir en el tren correcto.
Luego, entre el paisaje de la ventana, el ruido menos intenso de este tren y mis divagaciones mentales, reparé en que nunca vi que aquel maquinista le hablara a nadie más que a mí antes o después de hablar conmigo. No lo vi hablar o dirigirse a ningún otro pasajero. Tampoco a los conductores.
Aparecía y desaparecía de la nada. Y después de arrastrarme por las vías de tren, de manera prohibida, sencillamente se esfumó.
No sé si aquel maquinista era un ángel, pero así quedó grabado en mis recuerdos, y sobre todo en mis emociones. De no haber sido por él, quién sabe en dónde habría parado aquel día.
[Los sucesos de este relato ocurrieron el 3 de Mayo de 2004. Relato escrito en algún momento de 2010, pero perdido en una computadora robada. Re-escrito el miércoles 11 de Febrero de 2015]